Era muy bella, había adecuado mi andar al suyo. Era yo su reflejo y la masa inocua de personas que nos separaba, el espejo.
Estábamos a unos diez metros y era trabajoso seguirle el rastro, sino fuera por su escandaloso brillo probablemente hubiera sido diluida en el gris dominante.
Luego de un grato caminar se acerco a la frontera y estuvo ya a cuatro metros, yo por mi parte como buen reflejo di un paso y estuve también a cuatro metros. Los que posean habilidades matemáticas ya habrán advertido que ahora la distancia que nos separaba era de ocho metros. Me parecía muy prometedora nuestra relación, ella daba un paso y yo el siguiente, así nos fuimos acercando más y más. Ambos poníamos de nuestra parte y, aunque ella no lo sabía, lo estaba haciendo muy bien, de todos modos habría tiempo para decírselo.
Cada vez que daba un paso y la distancia se reducía mi corazón se excitaba y mis arterias se dilataban. Esto podría haber sido incomodo, pero la velocidad era la correcta ni muy rápido o atarantado, ni muy lento o torpe.
Cuando lo único que nos separaba era tan sólo un hombre decidí que era el momento correcto para tomar la iniciativa, así que di yo el siguiente paso y adelanté al bulto que se nos interponía. Se me hizo eterno esperar su respuesta, era la primera prueba que le ponía a nuestra relación, pero por supuesto ella respondió muy bien, aunque no lo sabía, de todos modos habría tiempo para decírselo.
Comenzamos a flotar, ya no hacíamos esfuerzo alguno para movernos y sólo unos centímetros nos separaban. Era un éxtasis.
Repentinamente dejamos de ser suspendidos. Fue muy torpe mi aterrizaje, creo que ella lo notó, y tan agresivo como grato fue nuestro acercamiento nos fuimos distanciando uno, dos, cinco, ocho, diez y más metros además de una cantidad grotesca de personas, que me parecieron más animales que nunca, me separaron del amor de mi vida.
Dios hubiera querido que la escalera fuera más angosta para haberla rozado, tocado o incluso abrazado.
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